jueves, 1 de diciembre de 2011

Acabando el día.



Son las siete de la mañana. Fin de semana.
Camino por pasillos vacíos y escucho el sonido de mi propio paso acelerado. El murmullo de unas escaleras mecánicas que aguardan mi llegada unos pasos mas adelante y el hallazgo de los primeros seres humanos en la soledad del túnel de la estación. Devuelvo el saludo y comparto la mirada cansada pero complaciente de los muchachos que velan por la seguridad en la red del Metro de Madrid.

Vagones solitarios pero bien iluminados que se cimbrean en las curvas del túnel como las caderas de Shakira, hacen que prefiera sentarme en uno de esos asépticos e incómodos asientos de plástico que bordean el perímetro del vagón por su interior.

Pintadas de gilipollas egocéntricos que creen que expresan arte, cristales arañados por niñatos sin civilizar, medios de salvamento o evacuación maltratados y deteriorados por esa misma “fauna”...

Sentimientos de aprobación hacia los trabajadores del metro y desaprobación hacia los usuarios que encuentro de cuando en cuando. Chavales que no superan los veinte años de edad, completamente borrachos que dormitan (cuando no roncan directamente), al borde de la inconsciencia absoluta, recorriendo la línea ferroviaria de fin a fin, usando el vagón como improvisado dormitorio resaquil.

Al salir de la estación, me abofetea en toda la cara un fuerte y hediondo olor a vómitos. Mas borrachos, fumetas y perroflautas en el exterior de la estación de Tribunal, mientras que los operarios del ayuntamiento limpian denodadamente y con esfuerzo, toda esa montaña de pis, vómitos, envases vacíos de bebidas, colillas de cigarros y mierda variopinta que los allí presentes aún arrojan a los pies de los barrenderos con relativa mofa y desprecio.

Bromas entre desconocidos e intentos de confraternizar en medio de eflubios alcoholicos que les hacen resultar patéticos a los ojos de quienes no se encuentran en su mismo estado (los menos).

Continúo caminando calle abajo con paso acelerado. Hace un frío de pelotas y tengo que esquivar continuamente a grupos de mas borrachos que, envalentonados por el abrigo del grupo, se golpean accidentalmente como estúpidas polillas o rompen deliberadamente, todo lo que se encuentra en un radio de distancia de unos dos o tres metros a su alrededor.

En cada esquina, como si se tratase de mobiliario urbano puesto por el ayuntamiento, chinos cargados con latas de cerveza y bolsas con algo caliente para comer. Puntuales durante la noche de fin de semana para atender la demanda de erráticos beodos que tras el cierre de garitos varios, deambulan sin rumbo concreto por las calles.

Un poco mas allá, saludo a las voluptuosas señoritas que ejercen el oficio mas antiguo del Mundo con la esperanza futura de pagarse un viaje a Thailandia y realizarse una operación de cambio de sexo (ahora llamado “género” por las hembristas) y que suelen ser la primera sonrisa y palabra amable que recibo por las mañanas cuando salgo a trabajar muy temprano desde hace años.

Llego a casa. Por fin, tras setenta y dos escalones de ascenso por unas viejas escaleras de madera que antaño vieron la suela de los zapatos de hidalgos y villanos de varios siglos, giro con la llave la cerradura de seguridad y penetro en la calidez, el silencio y la paz de mi hogar.

Unos ojillos inquietos y atentos, enmarcados en un rostro peludo, me aguardan a los pies de la entrada esperando una caricia y un saludo. Sandokán, el gato, que con poca cancha que le dé, intentará jugar pegándose conmigo durante un rato mientras me desvisto.

Una voz que llega desde lo alto del dormitorio me saca de mi mundo. “Cariiii, vén”. La frase se repite como un ruego lastimero de un ser de ultratumba.
Pero no es tal, sino Carmen, que me llama desde la cama, sumida aún en alguna de las fases del sueño, que busca el contacto epitelial con mi piel, bajo las sábanas.
Acaba el día para mi, aunque paradójicamente, en breve comience para el resto de mortales.

Doktor Jeckill. 2011.

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