lunes, 27 de agosto de 2012

El tren de los sueños rotos



José era vigilante de seguridad. Custodiaba una vieja estación de ferrocarril abandonada por la que hacía ya mucho tiempo desde que había pasado por sus viejos y oxidados raíles el último tren hacia la gran ciudad.
Un tren de dolor y miseria en una zona en la que sus moradores habían tenido que emigrar para buscar un futuro digno en algún lugar lejano.

Atrás habían quedado el glamour de los viajeros de principios del siglo XIX con sus ricos ropajes y sus maletas de piel. Atrás habían quedado los tiempos siguientes en los que desheredados de la comarca, huían de la miseria y la desocupación.
Aquel había sido durante épocas, el tren de los sueños rotos de miles de personas que habían acabado abandonando la comarca, abandonando a sus familias y seres cercanos.

Decenios después, algún político había decidió rehabilitar aquella vieja estación ferroviaria para crear algún tipo de equipamiento municipal para la comarca. Por ello debía de ser custodiada a la espera de las obras, para evitar el destrozo y pillaje de gamberros, grafiteros y chatarreros desaprensivos.

Se trataba de una estación tranquila en medio de la nada. Cubierta de polvo, telarañas y viejos calendarios en las desconchadas paredes que databan de las fechas en que dejó de prestar servicio el ferrocarril en las décadas de 1900.
Sillas y mobiliario aún quedaban desperdigadas por las viejas estancias bajo una gruesa capa de polvo grisáceo y los colores ocres de la construcción tomaban un intenso tono saturado a la puesta de sol, haciéndo trasladar la imaginación de José a una especie de túnel del tiempo en el que en cualquier momento podrían aperecer por allí lujosos carruajes de tiro de caballos con una representación de la vieja nobleza europea en su interior, o la ruidosa llegada de una locomotora de vapor con sus vagones de madera y hierro forjado en los pasamanos.
Manivelas de bronce, juntas de cobre y olor a cuero. Brocados, telas de Cashmir y plata vieja.
Espiritus o almas de los ancestros y de clases sociales extintas desde hace mucho tiempo o en deshuso.
Gañanes acarreando maletas y dando de beber a las monturas, viejos ferroviaros de largos y gruesos ropajes con una gorra roja, una bandera y un silvato dando salida al tren desde la cabecera del convoy.

José trabajaba durante el turno de noche. La magia de aquella estación unida a la del páramo en donde se encontraba le gustaba.
Durante las horas anteriores al amanecer, una espesa niebla baja se apoderaba del páramo, creando una escena fantasmagórica e irreal del sitio, que a mas de un compañero de José había echado para atrás a la hora de quedarse trabajando en aquel servicio.

Decían las viejas lenguas del lugar que el lugar estaba encantado. Que en ocasiones los mas viejos de lugar habían podido ver con sus propios ojos un viejo tren pasar por allí con su gran ojo ciclópeo rasgando la oscuridad de la noche y las viejas vías inexistentes en algunos tramos del páramo. Otros (algo mas jóvenes) solamente relataban que desde que la ruina se había instalado en la comarca, el viejo pitido y el resoplar de las calderas del tren, se podía escuchar en el silencio de la noche en algunas ocasiones en las que la niebla se apoderaba del reino de la oscuridad del páramo local.

José no era supersticioso. A sus cuarenta y tantos años de edad y una vida mas que exprimida en experiencia y sensaciones, tan solo pretendía cumplir con su jornada laboral sin emociones ni sobresaltos.
Empleaba el tiempo en trastear en su vieja motocicleta durante las pocas horas de luz de las que disponía desde la hora de entrada a su trabajo hasta que el atardecer, daba paso a la noche. Después un buen libro, una vieja televisión portátil o incluso alguna que otra cabezada de veinte minutos entre ronda y ronda, ocupaban la rutina del vigilante en un servicio mas que tranquilo y regular.

Los paseos con la linterna, patrullando las instalaciones durante la noche, eran mas que suficientes para mantener alejados a los pocos interesados en acceder ilegalmente al lugar, porque resultaba fácil ver el haz de luz desde kilómetros de distancia y saber que el lugar se encontraba custodiado por un agente competente.

Nunca había hecho caso de las viejas leyendas del lugar. Folclore con encanto literario pero sin fundamento verídico alguno que no turbaba en absoluto su descanso. Nunca había tenido miedo del pasado, de los muertos o de las leyendas. Se limitaba a temer prudentemente la incursión de asaltantes en mitad de la noche, que buscasen metales, madera o cualquier cosa por la que en la actualidad de miseria y ausencia de valores, la gentuza de la peor especie son capaces de matar.


Aquella fría noche de otoño José había estado escribiendo unos poemas. Un reciente disgusto de tipo sentimental había aflorado en él su lado mas romántico y poético. Un corazón roto que se apoya en la rigidez de una pluma y la sinuosidad azul de su tinta para encontrar una válvula de escape a la tormenta que se sucedía en el interior de su alma. Viejas heridas del espíritu agolpadas en su pecho que le oprimían de una manera seca y silenciosa.

Tras una frugal cena de fiambrera y unas cuantas horas en la paz de la noche, José salió a realizar una de sus rutinarias rondas exteriores por el perímetro de la estación y alrededores. Con la linterna apagada en su mano, sus botas tácticas y su uniforme oscuro, caminaba por el páramo despacio, tranquilo, disfrutando del frescor de la noche y de la inmensidad del cielo estrellado. De hecho podía contemplar el largo anillo de pequeñas estrellas que formaban la via láctea en el lienzo que se extendía sobre él. Según la vieja teoría que dice que las estrellas representan a nuestros difuntos y seres queridos fallecidos, miles de almas le contemplaban en forma de puntos de luz en el firmamento durante esa noche.

El silencio de la soledad del páramo solo roto por sus propios pasos y de vez en cuando, el de algún animal que escapaba asustado por estos, desde un matojo o accidente del terreno cercano.

El vaho que exalaba José desde sus vías respiratorias y que se extendía hacia arriba en gráciles volutas de vapor, se veían al contraluz de la vieja bombilla de su caseta de vigilancia unas decenas de metros mas allá, en la estación.

De repente, una extraña niebla se empezó a apoderar del páramo. Una niebla rápida, sigilosa y misteriosa que reptaba por el terreno a una escasa altura. El frío se hizo mas presente, pero un frío diferente. Era como un húmedo frío de tumba. El aire dejó de oler a jaras, tomillos o musgos propios del terreno para dar paso a un rancio aroma a cuero viejo, carbón quemado y estiércol de caballos.
Un pitido en la lejanía y la presencia de un foco de luz anaranjado atravesando la niebla y la noche a unos kilómetros de distancia, dejaron claro a José que una vieja locomotora de vapor se aproximaba por la vieja vía.
Pero eso no podía ser. Faltaban importantes tramos de raíles en algunas zonas... O no, o tal vez podrían haber reparado la vía sin él saberlo y se trataba de un trayecto de prueba para volver a poner el tren en servicio en una especie de ruta histórica con un viejo tren de museo ferroviario.
En ese caso, tal vez deberían de haberle avisado. Pero no. eso no podía ser.

Entendió entonces que tal vez se había quedado dormido y un furtivo sueño, influenciado por el folclore popular local había dado forma a este tipo de fantasmas en su estado de somnolencia. Mmmmm. No. Se dió cuenta fehacientemente de que no se encontraba bajo el influjo de los brazos de Morfeo. ¿La comida?, ¿una intoxicación?, ¿una broma?..... No. no había explicación. Se encontraba definitivamente despierto, consciente y pensaba con claridad y rapidez.

En ese intervalo en que José trataba de racionalizar la situación y regresaba hacia el andén y construcciones de la estación, vió como la negra locomotora de vapor, con su haz de luz del foco delantero, atravesaba la niebla y llegaba como si de un cíclope gigante se tratase, hasta el viejo andén. Parándose en el lugar en el que a bien seguro, los viejos trenes lo hacían en tiempos pretéritos.

Un tren con gente vestida de época, unos con lujosos ropajes y otros con viejas ropas y harapos de la clase mas humilde se adivinaban en el interior de los vagones a la luz de antiguas lámparas de petroleo. Algunos de ellos salieron, otros que aparecieron de la nada con hatillos, maletas, enseres, subieron al tren y un viejo jefe de estación de piel y barba blancas permanecía en la cabecera de la estación.

José se dirigió hacia este último con la esperanza de identificarlo de alguna manera, a pesar de no estar muy seguro de redactar un informe de novedades que narrase lo que estaba viendo. Era mas que probable que acabase de baja médica por locura o despedido.

Al llegar al viejo jefe de estación, este le sonrió. Era un hombre de aspecto duro, tosco, pero agradable. Inspiraba el tipo de confianza que dan las personas que han vivido mucho e intensamente. Que son grandes y responsables expertos en lo que realizan. Que miran de frente, a los ojos y dan la mano con fuerza y cordialidad.

- ¿No vas a subir al tren, José? . Le preguntó el hombre de manera cordial
-¿como?, ¿que? , no entiendo. ¿quien es usted? , ¿que es toda esta mierda?. Interrumpió José.
Verás. Este tren hoy a venido por ti. Hoy para en esta estación para que decidas si quieres venir. Tus viejos amores, tus seres queridos, tus sueños rotos se encuentran en algún lugar al que no puedes acceder por otros medios. Solamente podrás hacerlo en este tren. Hoy y ahora.

José observó hacia atrás. Lo que había en la estación. Sus cosas, su motocicleta. Su caseta de vigilancia habilitada en el viejo despacho del jefe de estación. Todas ellas estaban en una estación de tonos apagados, pero nueva, con las cosas en perfecto uso y las instalaciones en pleno funcionamiento. Ni rastro del polvo, las cosas rotas ni la decrepitud de siempre.

Observó también hacia el interior de los vagones. Caras conocidas y sonrientes que parecían invitarle a subir con ellos. Cordialidad, paz, buenos sentimientos...

Pero José pareció de repente salir de su letargo. Sin dejar de estar algo confuso decidió que se quedaría allí. Con su vida, con su moto y con su vieja estación. Se lo comunicó al anciano jefe de estación y este asintió con la cabeza para a continuación levantar la bandera y dar con el silbato la señal al maquinista para abandonar la estación hacia su destino.

El tren avanzó lentamente a lo largo del andén por las viejas y chirriantes vías llenas de óxido y se alejó bramando bajo una nuve de vapor.
José se quedó mirando como se alejaba durante algunos minutos hasta que el último vagón y su farolillo rojo desaparecieron tras la niebla que inmediatamente comenzó igualmente a desaparecer.
De nuevo la noche era fría, despejada, con un manto de estrellas y el vigilante se encontraba en una vieja estación decrépita y en deshuso llena de polvo.

Decidió contarme esto una noche de borrachera años después de que le sucediese. José es ya un hombre viejo, ajado, con el pelo blanco y la piel surcada por cientos de arrugas. Es sin duda un hombre sabio. Un viejo dinosaurio del gremio de la seguridad. Quemado, pobre y solo, al que tan solo su vieja motocicleta saca en ocasiones de su ensimismamiento.

Tiene muy pocos amigos entre los que me incluyo. A los que ve de cuando en cuando a lo largo del tiempo y de una sólida amistad. Esa misma amistad que hace confesar en un ataque de sinceridad etílica, esas cosas que jamás puedes contarle a nadie, en ninguna otra circunstancia.

Cuando le pregunté a José si volvería a esperar a ese tren que decidió no coger, me respondió que se tiró años haciéndolo, hasta que perdió la última esperanza de ello. A pesar de no estar muy seguro de hacerlo en esa otra ocasión. No sabe siquiera muy bien si se arrepiente de no haber tomado aquel tren en aquella noche misteriosa de su pasado.

Continúa vigilando la vieja estación, pero sabe que ya jamás regresará el tren de los sueños rotos. El tren que solamente pasa una vez en la vida. El tren que si dudas, no confías o temes, se marcha para siempre, sin la remota posibilidad de que nunca mas regrese a tu vieja estación para llevarte “a Dios sabe donde”.

Doktor Jeckill. Agosto de 2012.

No hay comentarios: