miércoles, 10 de septiembre de 2008

AL CAER LA NOCHE.

Al caer la noche, Paco “el Ñapas” se encontraba en la barra del bar.
No era un bar cualquiera, era el lugar en donde solía reunirse con sus colegas los días previos al fin de semana.
Un bar que servia como punto de identidad para los de su tipo. Con el mobiliario de madera, numerosos cuadros con motivos bikers y trofeos varios del mismo género sobre las estanterías y con esa música de vinilo, tan evocadora de tiempos pretéritos de los USA, sonando en la vieja maquina de discos, tan llena de luces y que funcionaba con monedas, que habría sido rescatada de algún lugar, que a bien seguro, ya no existiría.

Paco jugaba lentamente con el pequeño vaso de bourbon sobre la barra de madera vieja y deteriorada por miles de noches de alcohol, mientras observaba su vieja moto, a través de los sucios cristales. Ya era de noche y los pocos cromados y pulidos de su viejo shovel, reflejaban el tono dorado del alumbrado público que acababan de conectar en el exterior.
El bar del “barbas” se encontraba vacío y el partido de fútbol que retransmitían en televisión, hacía presagiar que continuaría así al menos durante dos o tres horas mas, por lo que el Ñapas y el Barbas, continuarían siendo los únicos espíritus errantes de aquel local olvidado de la mano de Dios.

En los ojos de Paco, el dolor de sus recuerdos hacía que brillasen de un modo extraño y superlativamente tristes. Recuerdos de años de soledad, de una infancia marcada por un padre pensionista por enfermedad de trabajo , una madre marujona y por una temprana incorporación al mundo laboral , huyendo de la tediosa vida de sus progenitores.

Recuerdos de un matrimonio fracasado, de un hijo al que hacía años que no ve y de una corta estancia en el “trullo” por trapichear con sustancias estupefacientes.
Tan solo dos capítulos memorables en su vida: El primero, de cuando estuvo en el Tercio y conoció a Susana y el segundo, de cuando sus hermanos del motoclub, le concedieron los “colores” que aún luce orgulloso en su espalda.

Aún recuerda con una casi forzada sonrisa en la boca –entre sorbo y sorbo de bourbon- aquel día en que conoció a Susana en la feria de Sevilla, cuando él paseaba orgulloso con su uniforme de legionario por entre casetas que olían a finito y a jamón del bueno.
Susana y otra amiga se reían de él entre cuchicheos nerviosos cuando la sacó a bailar bajo los celosos ojos de un antiguo novio suyo. Aquella noche, el Ñapas y el sevillano, acabaron a hostias, pero mereció la pena porque Susana, fue en aquel instante, cuando decidió quien sería el hombre de su vida (al menos durante unos años).
Fue una relación de varios años. Relación de la cual, tras finalizar, quedaban serias secuelas como lo son un hijo al que no veía hace un huevo y unos recuerdos que le martilleaban la conciencia en noches como esta. Nadie sabe realmente porque se jodió todo. Lo que si es seguro es que se jodió a base de bien.

Tras aquello lo único que llenó y arropó la vida de Paco el Ñapas, fueron sus hermanos del motoclub. Hermanos que estuvieron largas noches de borrachera y putas, acompañando a un hermano con quien el destino, no había sido precisamente favorable.
Hermanos que le llevaban comida cuando no tuvo nada sólido que llevarse al estómago y que le obligaban a salir de su agujero cuando menos ganas tenia de hacer, absolutamente nada. Hermanos que le protegían incluso de si mismo, cuando se le iba demasiado “la pinza”. Hermanos que dejaban pasta o proporcionaban trabajos ocasionales (de ahí lo de “el Ñapas”) cuando Paco no tenía pasta ni para la gasolina de su vieja shovi.

Ahora Paco el Ñapas sigue bebiendo en la barra del bar del Barbas y el cansancio de la vida que le ha tocado vivir, ha acabado por hundir con su peso, su maltrecho corazón.
Solo le quedan recuerdos como los ya descritos o de grandes peleas y concentraciones en los que participó con sus hermanos, como si de una gesta medieval se tratase. Queda mucho dolor y nada de esperanza. Queda mucha soledad y noches y días interminables.

Paco se ha levantado del taburete del final de la barra en donde ahogaba sus penas en cerveza y bourbon y tras pagar la consumición y algo que debía de otra noche, ha salido al exterior y observa extrañamente su viejo Shovel. Con cariño, con nostalgia. Tal vez con tristeza y melancolía. ¿Quién sabe que coño se le pasaba realmente por el alma en ese momento?.
Arranca el motor de la máquina que mientras se calienta, suena con esa melodía al ralentí, tan característica que parece el galope de un caballo y tras un par de minutos, Paco se abrocha la chupa de cuero y engrana la primera velocidad con un sonoro y metálico “clack” para salir, acto seguido, por entre las mojadas calles de la ciudad, siendo tragado literalmente por las sombras de la noche.

Pero esta noche, que no tardará mucho en finalizar, es diferente. Paco no quiere despertar de nuevo solo en su triste habitación de sucias sábanas en la cama y piezas de motor por las esquinas. Esta noche Paco siente la brisa nocturna en su cara de una manera distinta. En su cabeza aún le asaltan las dudas, pero sabe que en el fondo, esta será la última vez que sienta esa brisa sobre su cara y esa vibración del motor en V, bajo sus huevos. Sabe que echará de menos ese sonido atronador que produce su viejo Shovi y esas noches de juerga con otros perdedores que le entienden y le apoyan. Con esa raza de caballeros andantes, que viven por y para la moto y sus hermanos identificados por un emblema en la espalda por el que matarían o morirían defendiendo todo lo que representa para ellos.

El Ñapas ha llegado a una virada carretera de tercera y los escapes y estriberas de su moto, sacan chispas de colores en cada trazada de curva. El motor del twin ruge en la oscuridad de la noche y el haz de luz de su viejo y cromado faro son la única conexión de Paco y su montura con este mundo.
Cuando llega al punto mas alto de este puerto de montaña, Paco sabe que ha llegado el momento y con dureza, pero ternura, exige a la moto, el último gran acelerón. El último y definitivo esfuerzo mecánico y se lanza contra la única curva de la cima del puerto, en donde falta un tramo de guardarraíl, en donde siente por última vez el vacío de la caída y la brisa de la noche, justo antes de que todo se torne oscuro y el dolor del cuerpo y del alma, el rencor y la tristeza de su corazón, desaparezcan por fin.


Doktor Jeckill.

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