miércoles, 10 de septiembre de 2008

El recluso 52.321

Año 2010. Presidio de Meco (Madrid).

El recluso 52.321 camina por la galería, en dirección a su celda, cargado con una manta, una pastilla de jabón y una escudilla de acero inoxidable.

Viste un mono de color naranja con el número de recluso impreso en él y arrastra torpemente unas cadenas brillantes que contrastan con el frío suelo penitenciario y que impiden que de grandes pasos al ir estas sujetas a sus tobillos.

El recluso 52.321 hace tan solo unos meses era un hombre normal. Se llamaba José Pérez y era un trabajador con familia, hipoteca y un monovolumen.

Había heredado un pequeño negocio familiar, ubicado en el propio domicilio en el que vivía con su familia e hijos y con el que había crecido y superado su niñez, ayudando a su padre, ya fallecido.

Pagaba sus impuestos, acudía a misa los Domingos y se trataba de un ciudadano modelo que por no tener, no tenía ni siquiera multas de tráfico por aparcamiento.

Su desgracia llegó en un fin de semana en el que se disponía a acudir con su mujer e hijos a un día de campo en la sierra de Madrid.

La mirada de su mujer aquella mañana, que no supo interpretar a tiempo, se tornó de un gesto duro y desafiante al contarle que había conocido a un hombre mas guapo, joven e inteligente que él y que no era tan mediocre y rutinario. Deseaba el divorcio y que ella se quedaba con los hijos y con la correspondiente pensión de manutención, casa y coche.

José Pérez no daba crédito a sus oídos ni podía comprender. Le sacó de su ensimismamiento una pareja de policías que acababan de entrar en su casa y que lo esposaban por una acusación de su esposa por violencia de género y abusos sexuales a sus hijos.

José Pérez estuvo detenido 24 horas, tras las cuales una juez y una fiscal especializadas, se rieron de él cuando declaró que jamás había tocado ni a su mujer ni hijos y que siempre los había respetado.

Decidieron unilateralmente, que él no podría acercarse a menos de 500 metros de su familia y que debía de abandonar de inmediato su domicilio y negocio, en donde se quedarían su esposa e hijos protegidos por toda una maquinaria policial.

Al salir del juzgado tras las medidas provisionales, en libertad con cargos. José se encaminó completamente abatido hacia su domicilio, hallando que en los periódicos del quiosco de la esquina de su barrio, salía su fotografía, nombre y apellidos, como otro peligroso maltratador detenido en la última jornada.

Como no podía entrar en la que había sido su casa, la de sus padres y la de los padres de sus padres, pero tenía aún en el bolsillo las llaves de su moto (Una bella Harley Road King) se encaminó al garaje cercano en donde tenía alquilada la plaza de garaje en la que guardaba su moto y monovolumen familiar para huír con ella y empezar lejos una nueva vida.

Ya no podía trabajar, puesto que no podía acercarse a su empresa-domicilio. No podía acercarse ni a sus queridos hijos ni a la mujer a la que aún amaba con toda su alma. No podía caminar por su ciudad sin que la gente le señalase con el dedo y le mirasen con desprecio y reprobación.

Por lo tanto, lo único que podría hacer era marcharse y comenzar de nuevo en otro lugar, con lo puesto y con su querida motocicleta.

Arrancó su moto y aguardó a que se estabilizase el ralentí. Engranó la primera velocidad y el faro de la Road King iluminó los pasillos del oscuro garaje por los que saldría a una nueva vida. Cerró los ojos por un instante y pensó que en breve sentiría el aire de una ciudad lejana en su cara. El sol, el aroma al salitre del mar y el sabor de la libertad a la que había renunciado años antes por obtener una cómoda posición socio-económica para su recién perdída familia.

Justo al salir a la luz del día, tras rebasar el umbral exterior del garaje y recibir las primeras caricias del sol en la cara que secaban las lágrimas de sus ojos, llorando por todo aquello que dejaba atrás, un par de vehículos policiales le cortaron el paso, provocando su caída al suelo, destrozar su preciosa Road King y sentir desde el suelo, magullado, como el sol se oscurecía por la sombra de cuatro policías que le encañonaban con sus armas.

Poco después, se encontraba de nuevo detenido. Acusado de vulnerar la orden de alejamiento, ya que el garaje se encontraba a menos de 500 metros de su domicilio. De intentar atentar contra su mujer, ya que le intervinieron una navaja-alicate que siempre llevaba en la moto para las pequeñas reparaciones, de conducción temeraria, resistencia a la autoridad y de un presunto delito de exceso de alcoholemia.

Poco después, José supo que el hombre con el que su mujer se acostaba, era un policía local del barrio, que participó de su detención.

Lo encarcelaron, tiraron la llave y su nombre tan solo volvió a salir en todos los periódicos del país como otro peligroso maltratador y asesino de mujeres al que los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado habían conseguido neutralizar. ¡Otro cabrón menos en la calle!.

Para el resto, no se volvió a saber mas de su nombre durante años. Ya no era José Pérez. Ahora se trataba del recluso 52.321 y compartía celda con un chaval acusado de tráfico de estupefacientes al que detuvieron porque tenía unas macetas con marihuana en su casa.

Caminaba por el patio de la prisión con gente normal.

Al llegar pensó que se encontraría con peligrosos delincuentes, pero en realidad, los ladrones y asesinos, eran una minoría.

Casi todos los demás eran chavales detenidos en operaciones anti-botellón y acusados de agredir a la policía, padres divorciados que perdieron su trabajo y no pudieron pagar las pensiones alimenticias de sus hijos, chavales que habían rebasado los 110 kms/h en las grandes avenidas de la capital, motoristas que habían grabado en video una salida de fin de semana a hacer unas curvas por el puerto de montaña, empresarios que quebraron y que no pudieron hacer frente a los pagos de su maltrecha empresa, evasores fiscales que ni siquiera lo eran, camioneros detenidos durante la huelga del 2008 por el precio de los carburantes, chavales con la cabeza rapada y que tenían símbolos declarados anticonstitucionales, al no ser del gusto del gobierno actual, conductores con acumulación de multas de aparcamiento regulado, presuntos pederastas que tenían en su ordenador la foto de una chica desnuda que resultó tener 17 años de edad, motoristas custom a los que el gobierno había declarado asociación ilícita al tener una pelea con otro grupo similar...

Pobres diablos como él mismo, que también habían perdido el nombre para convertirse en un número mas del sistema penitenciario.

Unos lo llevaban bien, porque al menos, tenían techo y comida. En los tiempos de profunda crisis existente, demasiada gente “libre” no disponía de ese privilegio. Pero no había día en el que no hubiese un suicidio o su intento, por parte de hombres que lo habían perdido todo, incluso el respeto y la esperanza.

Doktor Jeckill. Junio de 2008.

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