miércoles, 10 de septiembre de 2008

Una mañana de Abril.

Hoy me desperté con un cuerpo caliente a mi lado y la mirada tierna de una preciosa mujer, que intuyo que desea repetir la experiencia de la pasada noche conmigo.
Una noche de sexo, pasión y cariño, aunque aderezadas por una comida copiosa y un extra de alcohol variado, del que no se usa precisamente para desinfectar heridas.

Tras un día de ocio y sol, en compañía de viejos amigos y conocidos, de los cuales hacía ya tiempo que sabía prácticamente poco o nada, regresamos a su casa y allí tardamos poco en devorarnos a besos y a prodigarnos en ese cariño que tanto tiempo nos había sido negado entre promesas vacías y mentiras sobre cambios de un futuro mejor por parte de fantasmas de nuestro pasado mas reciente.

Esta mañana me he despertado dolorido por la postura, pero feliz por haber dormido poco entre bromas, comentarios inteligentes sobre la vida, sobre música con letras que le llegan a uno al corazón o a los recuerdos y algunos asaltos de un calmado pero intenso combate sexual. Sin promesas, sin futuro. Tan solo un presente prorrogable tantas veces como nos apetezca.

Me agradó despertar junto a ella y me agradó aún más, su mirada de aprobación. Me duché, me vestí y bajé a la calle en donde bajo un tímido sol de primavera, que aún calienta poco, pero ilumina la vida de quienes hemos pasado un invierno negro o gris, se encuentra mi montura aguardándome paciente y calma, reflejando en sus cromados el brillo del sol. El brillo de la vida.

He introducido perezosamente la llave en el contacto y la he girado despacio hasta sentir el característico “click” que anuncia que el motor de mi inseparable compañera está listo para sentir mi peso sobre ella y trasladarme ágil y velozmente por las bulliciosas calles de la capital.

Me he sentado sobre el escueto asiento de cuero y he sentido el poder de los mil y pico centímetros cúbicos de poder y gasolina vibrando entre mis dedos, entre mis piernas, bajo las plantas de los pies y sobre el eje central de mi columna vertebral, proporcionándome ese placer secreto que tan solo unos cuantos conocemos con el grave ronroneo de la fiera de metal y cuero que pilotamos vibrando con nosotros como si fuésemos parte de una misma cosa.

Cuando he estado listo, he echado una última mirada a la ventana de mi amante y he sentido los rayos del sol acariciando mi abotargada cara, haciéndome sentir vivo. Muy vivo. Como hacía tiempo que no me sentía.

Engranando la primera con un sonoro “cla aakc” y soltando suavemente el embrague, a la vez que giro levemente el puño del gas, los trescientos y pico kilos de mi bella bestia de acero comienzan a dejar el reciente presente en el pasado inmediato. Con una parte de mi, que queda en esa casa pequeña de un suburbio obrero y de mala fama de la capital y en la que se, que la bella protagonista de mi aventura nocturna, aún permanece con el sabor de mi cuerpo entre sus labios y mis fluidos entre sus piernas.

Circulo despacio entre las calles, observando lo que me rodea y busco la inmensidad del asfalto de una carretera olvidada. Una carretera oculta tras la bruma de un pasado frío, húmedo, desagradable y lleno de frustraciones. Una carretera con la que tengo una vieja deuda pendiente. Una visita sobre mi moto, en la cual no tenga prisa ni planes inmediatos para acabar la jornada o un punto de destino concreto donde acabar hoy.

Llegando a la carretera de mi destino, de mi vida, me encuentro mucho mejor. Llevo mucho tiempo perdido por lustrosas autopistas en las que no me encuentro a gusto, en donde todo el mundo lleva demasiada prisa y en donde no puedes oler los aromas de las plantas de la cuneta ni el olor de la tierra mojada tras un corto pero intenso chaparrón.

La carretera que posee esos numerosos cruces en los que debes elegir cual camino o desvío tomar ya está frente a mi. Se que pronto deberé tomar nuevas decisiones sobre cual camino tomar. Si volver a la autopista, en donde la rapidez y el objetivo del destino priman sobre el modo de hacer el camino, o permanecer en esas pequeñas carreteras peligrosas, sin arcén, con gravilla en cada curva pero que te llenan de satisfacciones cuando la haces sin prisa y disfrutando del camino y de las gentes que encuentras en él. En pequeños pueblos y aldeas. Gente sencilla y afable que tiene pocas cosas materiales que ofrecer y amistades eternas que compartir.

Esa carretera que ya elegí hace años para ser mi camino. Esa carretera que a diferencia de la fría autopista, me llena de sensaciones placenteras sintiendo el frío de la primavera acariciando mis brazos desnudos junto con la calidez de los rayos solares. Esa misma carretera en la que encuentro a jinetes y doncellas de mis mismas características con los que hacer a veces parte del camino juntos, compartiendo vicios y experiencias. Sueños y anhelos, frustraciones del pasado y heridas del presente que aún tardan en terminar de cicatrizar.

Me deslizo suavemente entre esa carretera serpenteante, sintiendo el peso de mi montura tumbarse en cada curva, pesada pero agradablemente.
Con la sensación de ser grande y poderoso, con la sensación de haberme encontrado de nuevo a mi mismo, tras un paseo algo alocado por dentro de mi, en una búsqueda inmensa por mi interior y con la sensación de ser un moderno Quijote motorizado, con una dulce Dulcinea aguardándome en algún lugar y con la cual hacer parte del camino futuro o tal vez, solo tal vez, coincidir con ella en el viaje, el modo de disfrutarlo y el punto común de destino en el cual acabaremos inexorablemente todos. Eso si, con caminos hechos de muy diferente manera.


Doktor Jeckill 2006.

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